La vida y triste final de Hervé Villechaize, el famoso Tattoo.

Antes de ser Tattoo, antes de convertirse en ícono televisivo, Hervé Villechaize fue un niño que no sabía que era distinto. No entendía por qué su madre lo miraba con repulsión, ni por qué su padre —cirujano— lo sometía a tratamientos dolorosos, cirugías sin fin, como si pudiera corregir lo incorregible. A los tres años, le diagnosticaron una forma de enanismo ligada a desórdenes tiroideos. Pero en casa no se hablaba de aceptación. Se hablaba de cura. De normalidad. De vergüenza.
Lo que más dolía no era el bisturí. Era el rechazo. Su madre lo llamaba “monstruo”. Y él, sin entender del todo qué significaba esa palabra, empezó a creer que lo era. “A los seis años ya sabía que no había lugar para mí”, escribió en su carta final. Pero aún así, siguió buscando uno.
En la adolescencia, encontró un respiro en el arte. Ingresó al instituto Beaux-Arts de París y comenzó a pintar. Su talento era real, y a los 18 años logró montar una exposición que fue bien recibida por la crítica. Pero fuera del taller, la ciudad seguía siendo cruel. Burlas, golpes, humillaciones. París no perdonaba lo diferente. Hervé caminaba con la cabeza alta, pero por dentro se desmoronaba.
Entonces tomó una decisión radical: irse. No por ambición, sino por supervivencia. A los 21 años partió hacia Estados Unidos. No buscaba fama. Buscaba anonimato. “Allí a nadie le importa quién sos”, pensó. “Simplemente sos otro y ya”. Y eso, para alguien que había sido señalado toda su vida, era una forma de libertad.
En Nueva York, encerrado en un hotel barato, aprendió inglés viendo películas de John Wayne y Steve McQueen. Pintaba, fotografiaba, actuaba. Se aferraba a cada posibilidad como si fuera la última. Su cuerpo seguía siendo el mismo, pero su voluntad era inmensa. Hervé no quería que lo vieran como un símbolo de lástima. Quería que lo vieran como un artista. Como un hombre.
Su primer papel llegó en 1966 con Chappaqua. Pero el gran salto fue en 1974, cuando interpretó a Nick Nack, el elegante villano de *El hombre de la pistola de oro*, junto a Roger Moore y Christopher Lee. Su presencia era magnética. Su estilo, inolvidable. Y alguien lo vio.
En 1977, Aaron Spelling lo convocó para *La isla de la fantasía*. Hervé vivía en un auto. Literal. Pero su energía seguía intacta. En la serie, interpretó a Tattoo, el ayudante del señor Roarke (Ricardo Montalbán). Su grito —“¡El avión! ¡El avión!”— se volvió leyenda. Su sonrisa pícara, sus pómulos altos, su acento francés: todo en él era inolvidable.
Entre 1978 y 1983, protagonizó 131 episodios. Ganaba 25.000 dólares por capítulo. Era famoso. Era rico. Era querido. Pero también era frágil.
Se casó con Camila Haggen, actriz y modelo. Fue su segundo matrimonio. Posiblemente, el amor de su vida. Pero la relación se volvió tormentosa. Hervé exigió ganar lo mismo que Montalbán, quizás coaccionado por Haggen. No lo logró. Lo despidieron. Y la serie apenas duró una temporada más sin él. Tattoo era insustituible.
Después, todo fue cuesta abajo. Camila lo dejó. Él se entregó al exceso: dos botellas de vino por día, fiestas, mujeres, escándalos. Vivía como si supiera que no viviría mucho. Como si entendiera que su cuerpo no le daría tregua. “Vivía a lo grande”, decían. Pero por dentro, el dolor era inmenso.
Sus pulmones no se habían desarrollado del todo. Sus órganos sí. Eso le provocaba dolores intensos. Sufría úlceras, problemas intestinales, y una depresión profunda. Vendió su rancho en Los Ángeles. Se mudó a una casa modesta en North Hollywood. Vivía de convenciones, de comerciales, de presentaciones nocturnas. Se había convertido en una caricatura de sí mismo.
En 1992, sobrevivió milagrosamente a una neumonía. Pero en septiembre de 1993, decidió que ya era suficiente. Miró *El mago de Oz* con su tercera esposa, Kathy Self. Esperó a que se durmiera. Grabó un mensaje. Se puso dos almohadones en el pecho para amortiguar el disparo. Y se fue.
Murió horas después. Le dejó a Kathy todas sus pertenencias y estas palabras:
“Siempre he sido un hombre orgulloso y siempre quise hacerte sentir orgullosa de mí. Sabés que me hiciste sentir como un gigante y así es como quiero que me recuerdes.”
Veinticinco años después, HBO estrenó *Mi cena con Hervé*, con Peter Dinklage en su piel. La película narra su última entrevista, su última noche, su última verdad.
Hervé Villechaize fue más que un actor. Fue un símbolo de resistencia, de ternura, de dolor silenciado. Vivió como pudo. Amó como quiso. Y se fue como lo sintió. No era un monstruo. Era un hombrecito que nos enseñó que el tamaño del cuerpo no define el tamaño del alma.